Elogio a la normalidad

Desconozco cuándo lo normal se volvió anormal. Cuándo la sensatez empezó a estar demodé. Cuándo se comenzó a perseguir a los humildes, apuntándolos con el dedo y riendo a carcajadas faltonas su supuesta mojigatería. “Lo modesto es falso y lo soberbio es auténtico”, proclamaron los infelices que se pasan el día rellenando desideratas. Y, a base de repetir el mantra, la turba ha acabado por creérselo. Hubo una vez alguien que decidió desabrocharse el cinturón de seguridad porque le apretaba y luego todos le rieron la gracia, acelerando hacia el precipicio como el coche de Thelma y Louise.

Uno tiende a pensar que el invento se fue a la mierda en el momento en el que, como por magia, lo normal empezó a ser aburrido y lo sencillo pasó a ser soso. Aplaudir lo altisonante se convirtió en la metadona de una sociedad en la que, si no dabas el cante, no eras de los nuestros. Y se volvió a la pubertad mental, vitoreando las peleas en el recreo y admirando al que se escapa a los servicios a fumar.

En medio de este aquelarre de pintura negra de Goya está Vicente del Bosque, un tipo que todavía tiene el mal gusto de dar la mano al rival nada más terminar un partido. Poco histriónico y nada fotogénico. Un entrenador que reniega de poses de estatua castrense y de miradas desafiantes al infinito y que se pasa el día huyendo del retrato robot del muerto de éxito, ese mito encumbrado de resplandeciente pesadumbre y dorada tristeza del que hablaba Shakespeare. Prefiere caminar con las manos en los bolsillos y encoger los hombros cuando alguien le pregunta qué hace un chico como él en un sitio como este.

En un contexto de señoríos mal entendidos y de dedos que señalan caminos sobra una persona como Del Bosque. Sobra y quiere sobrar. Y es por ello que queda automáticamente estigmatizado. Otra víctima del ejército del ruido, que valora cualquier desliz de Vicente por encima de 30 años al servicio de un equipo en el que solo le faltó limpiarle de barro las botas a los alevines. Ahora está de moda decir que es del Barça, como Charly García puso de moda tirarse a la piscina de un hotel desde la ventana de la habitación. El borreguismo de la trinchera crea siempre tendencias extravagantes.

Y, aún así, seguirá poniendo la otra mejilla en un entorno donde las maneras sencillas son tomadas siempre por indicio de poco valor. Vivir y morir, como escribió Unamuno, en el ejército de los humildes, con la santa libertad del obediente. Vicente del Bosque o la dificultad de ser un hombre normal en un mundo que no lo es.

(Publicado originalmente en Jot Down Magazine)

Somos los goles que hemos vivido

Porque los mayores se veían rememorando a Schwarzenbeck para los restos y porque los jóvenes pensaban que se morían sin ver ganar al Atleti en Europa. El caso es que nadie allí quería llegar a los penaltis. “Si tengo que jugármela así, prefiero perder ahora”, soltaba alguno, entre dientes, con la desesperación del condenado a muerte que escoge lanzarse a la alambrada electrificada antes de sufrir la angustia del paredón. Habíamos vuelto al bar de siempre, abrazados estoicamente a la superstición. La diferencia es que allí ya no estábamos sólo los amigos íntimos: allí se juntaron amigos de amigos, padres, hermanos, tíos, primos, cuñados y qué sé yo cuánta genealogía colchonera. Se había corrido el rumor de que esa tasca era infalible y todos acudieron al efecto llamada. La recuperó Domínguez, que de aquellas tocaba techo en su carrera, y Jurado le arreó un mandoble a la bola de esos que alimentan el murmullo. Por la tele no se vio, pero miles de manos empujaron el trasero bajo de Agüero para que llegase a amansar esa pelota. Y, como las de los mimos, esas mismas manos se elevaron para alzarle la barbilla al argentino y que viese cómo Forlán tiraba el desmarque. A lo que vino después del centro del ‘Kun’ le faltó Wes Anderson filmando a cámara lenta. Un toque del uruguayo con la quilla, un par de botes crueles y una deflagración que arrampló con todo. Yo sólo recuerdo el ‘cloc’ de dos cabezas chocando delante de mí y una estampida que me tiró al suelo. Desde allí, entre la madeja de brazos y cabezas, sólo acerté a ver a un tipo bigotudo, sesentón, recostado en la barra y con un fajo de billetes en la mano.“¡Una ronda –berreaba–, que esta la pago yo!”. Aún hoy creo que Schwarzer la va a parar.

(Publicado originalmente en El Ruido del Fondo)

Rudos

Igual que las mujeres con los macarras de las películas, los hombres nos sentimos inevitablemente atraídos por los centrales. Nos lo dicta nuestra testosterona. Uno se ve canónicamente reflejado en ese puré de braceos y bufidos que representa el macho alfa de cada defensa cuando ordena a la manada. Y, en el momento en el que varios de ellos pisan un mismo territorio, esperamos con ansia que luzcan las cornamentas y se citen al sol. A la vera del Manzanares veneran los aplastamientos de Arteche tanto como en Chamartín los golpes de hombro de Fernando Hierro o en Arístides Maillol los escorzos de Puyol. Rudos, pero nobles. Solo la grada es capaz de detectar en ellos ese acanallado aura maldito, como de personaje de película de Peckinpah.

Líderes que lo son con una mirada. Sin abrir la boca. No lo necesitan: su carisma trasciende su fútbol. Son los viejos mariscales de campo o los jefes de centuria, malhablados y altaneros, con el costado pintado de cicatrices y la mirada quebrada por el resol. El Málaga juega, desde hace unas semanas, con un puñado de ellos guardando la popa. Y así, claro, no hay un dios que le marque gol a Willy Caballero, que desde su aspillera contempla a sus triarios y comprende por qué se aburre en algunos partidos.

Demichelis y Weligton, dos de esos tipos que uno querría tener en su trinchera si se va la guerra. Esos camaradas con pinta de estibador que te alzarían al hombro si alguien te hiere. A ellos, impolutos en su cerrojo, se les ha unido en invierno otro hoplita de los de pelo en pecho y berrido en la punta de la lengua: Diego Lugano. Acostumbrado a ser el rudo entre los rudos en la selección de Uruguay, algo así como ser el mejor guitarrista en el Mississippi de Robert Johnson, Lugano se presenta en un vestuario en el que ya hay varios que mearon el territorio. Él no viene sino a consagrar sudor con sus semejantes y a enseñar colmillos a los contrarios. A convertir en infierno lo que ya era purgatorio para los delanteros del otro bando.

Solo falta que Pellegrini sepa cómo encajar las piezas de este mecano amurallado. Por delante, el trepidante desafío de una Champions cada día más histórica para el Málaga. Algunos allí, a pesar de los galones de su retaguardia, rogarán fortuna a la Victoria. Harán mal. Ya se lo dijo Tito Livio al emperador Augusto: para un buen general, la suerte no tiene importancia.

(Publicado originalmente en Jot Down Magazine)

Bucles

                      «El que repite una cosa sin entenderla no es superior a un burro cargado de libros

                                                                                                                               (Anónimo)

El Barcelona se dopa. El Real Madrid es un equipo llorón. Nunca tanto como lo fue Joan Gaspart en su época. Prefiero ir de frente a sonreír y luego apuñalar por la espalda, como el sibilino de Florentino. Al menos, no compramos a los árbitros. Sí, porque bastante lo hicisteis ya con Franco.

Estáis todos alienados con Mourinho. Y vosotros con Messi, que no es nadie sin sus hormonas. Eso es envidia. ¿Para qué os voy a envidiar, si tengo a Cristiano? Porque él no tiene cuatro Balones de Oro. Ni los necesita: él es más completo. Sí, ya veo como lo demuestra en los partidos importantes. En aquel del Camp Nou nos jugábamos una Liga y bien que os sobó el morro. Pero, con su selección, no es nadie. Pues como Messi, que con Argentina va de fracaso en fracaso.

Guardiola es un falso. Pues es el mejor entrenador de la historia. ¡Pero si va de humilde y luego es un tipo odioso! Ya os gustaría a vosotros sacar a alguien de la casa, que imponga un estilo, a ver si así jugáis a algo de una vez. Claro que jugamos a algo, pero no necesitamos marear la perdiz con la mentira de la posesión. Pues, con ella, hemos creado escuela. Sí, la escuela de tirarse, que es lo único que hacéis.

Pepe es un cerdo. Pues como Busquets que, encima, es un teatrero. Por lo menos es de La Masía. Yo quiero buenos jugadores en mi equipo; me da igual de dónde sean. Eso lo dices porque no sois capaces de sacar ni uno del filial. ¡Pero si media Primera se nutre de nuestros canteranos! Pero ellos no llevan los valores de la institución. Si después andáis escupiendo al rival. No sabéis más que buscar excusas para no reconocer que somos mejores. Se lo debéis todo a los árbitros.

Bucle infinito: dícese de aquel ciclo que se repite de forma indefinida ya que su condición para finalizar nunca se cumple.

(Publicado originalmente en El Ruido del Fondo)

Okur y la toalla de Turkoglu

Hay jugadores que marcan, así, en general, y jugadores que te marcan. Parece lo mismo, pero no lo es. Quién no tiene incrustado en el recuerdo un nombre que, para el gran público, es intrascendente. Como esa película que a nadie le gusta salvo a ti. Como esa serie que sólo tú ves. Un tipo que, por esos avatares del deporte, hizo el partido de su vida contigo delante. Y, desde entonces, te es más familiar de lo normal. Eso no puede corregirse ni evitarse. Ocurre. Mi historia de amor comenzó por una toalla, fíjense. Bucólico.

Cuando España no era invencible y las giras no tenían eñes, la Selección se dejó caer por Huelva un verano. Tan vintage era el partido que hasta jugó Johnny Rogers. La excusa era un amistoso contra Turquía para preparar la tralla que vendría en los Juegos Olímpicos de Sydney. Cómo sería el tema, que luego sólo le ganamos a Canadá y a China, ya por puro maquillaje.

El principal atractivo era ver en su salsa al joven Turkoglu. Por aquel entonces, Hidayet, que no Hedo. Uno, que tenía edad de adolescente revistero, corrió a comprar una entrada como quien se entera de que John Bonham resucita y los Led Zeppelin se vuelven a juntar.

Lo de Turkoglu resultó ser un chasco importante. Yo, que me dediqué durante una semana a hinchar la burbuja cual Madoff baloncestístico, no sabía luego qué decirle a mis amigos cuando ellos se indignaban bramando que a santo de qué ese tipo que había metido tres cochinos puntos iba a jugar luego en la NBA. Y, en medio del pandemonium que implica mantener el honor propio, apareció una pareja de maromos muy altos que parecían salidos de un videoclip de Depeche Mode. Y me alegraron el día.

Debajo de esas mechas rubias de peluquería de extrarradio estaban Asim Pars y Mehmet Okur. Por aquel entonces, escuderos en la zona del mucho más contrastado Besok. Para mí, un muchacho imberbe, aquellos dos no pasaban de ser un par de pívots pintorescos que le daban una nota de color pelín hortera a las ruedas de calentamiento. Con su pelo y su altura idénticas, parecían gemelos. Cuando se alternaban, a veces no sabías quién era quién. Salvo cuando tiraban, claro. Ahí vino mi revelación. Ver a Okur fue contemplar por primera vez a un hombre de más de 2’10 lanzando (y anotando) triples con alegría. Yo tenía catorce años. Y todo cambió.

Los pívots ya no sólo se pegaban en la zona. Se movían con agilidad y pasaban algún boqueo, incluso haciendo amago de carretón. Luego vinieron biotipos similares. Se consolidó Nowitzki y hasta le salieron al alemán imitadores de marca blanca, como Bargnani. En el baloncesto FIBA, ídem con nombres como Fucka o el Garbajosa post-Benetton. Pero, para mí, todo empezó allí, con un turco que parecía un Dexter Holland hormonado pero que tiraba como los ángeles. Para muchos, uno más. Para servidor, no tanto.

Aquel partido, por cierto, terminó 66-65 para España. Kerem Tunceri llegó a lanzar para ganar, pero falló. Okur fue el máximo anotador: 21 puntos. Yo todo esto lo valoraría años más tarde, con perspectiva. En aquel momento, qué cosas, estaba más pendiente de conseguir un autógrafo del gran fracasado de la noche. Al final, me regaló hasta su toalla. Usada, claro. Mi madre, por más que se lo expliqué, no entendió la plusvalía que aportaba el sudor de Turkoglu y la terminó lavando. Al carajo la mitomanía.

Todo esto lo cuento porque el otro día Okur dijo que hasta aquí el baloncesto. Se retira. Y, con él, supongo, parte de mi infancia de pósters en la pared. Fue campeón de la NBA en 2004 e incluso All-Star en 2007. Yo, que soy así, me acordaré de él y de sus triples cada vez que abra el armario y vea la toalla limpia, desprendida de toda su solera. Los recuerdos, en la lavadora, se van así de rápido.

(Publicado originalmente en Marca.com)

Una negación

A veces, uno cae en el error de pensar que el fútbol es para titanes. Para esos jugadores deflagrantes, tras los que la tierra parece que se abre. A veces, uno observa este deporte de choques de berrendos y aúlla, rebuscando en lo más primario. Contempla la estampida, la exuberancia del trote, y aplaude como pidiendo que se vuelvan a embestir. A veces, uno se emborracha de ese fútbol que no es táctico, ni técnico, sino adrenalínico, de cabalgata de valquirias. A veces, la chispa se pierde entre tanto pectoral que revienta costuras.

A veces, al fútbol hay que jugar con tres mediocentros y patapum para arriba. Menos tocar el violín y más aporrear la batería. Que no se escape un pase por hacer una filigrana de más. El jugador sangra y se arrodilla ante la mancuerna, que los delgados y los bajitos no son sino descastados. A veces, al fútbol se le mete ébano y se le quita samba, que las bicicletas solo son para el verano. A veces, lo más importante es dejar la portería a cero.

A veces, en Canarias se ponen tristes si llueve. Qué llevará el gofio, que los que lo toman luego parece que juegan en punto muerto. A veces, el peor enemigo de la magia son las rodillas. A veces, de Arguineguín sale solo fútbol lánguido, de recién levantado. A veces, por allá abajo, el brío está como prohibido.

A veces, los futbolistas son demasiado mayores para seguir jugando. La intensidad de hoy requiere de pulmones jóvenes y piernas poco remendadas. A veces, los campos de barro no están hechos para los que juegan con mocasines. A veces, no hay guapo que redondee esos balones del demonio, que parecen lanzados con tirachinas. A veces, uno prefiere el cinismo del correr a la honestidad del jugar.

A veces, el fútbol a los treinta y siete años es solo para físicos privilegiados. Es imposible pisarla con parsimonia en un juego donde ahora prima el vaivén y los defensas que van a la yugular. Si pides pausa, te desollan. A veces, el romanticismo parece que lo desguazaron.

A veces, es imposible que uno no se salga de la baldosa. Y más en un derbi. A veces, es imposible dar el pase después de que la pelota se te enrede en los tobillos.

Pero luego aparece Valerón y lo niega todo.

(Publicado originalmente en Jot Down Magazine)

Grises

Quién nos iba a decir que el problema del debate futbolístico de este país iba estar en su paleta de colores. Que estás conmigo o estás contra mí. Que o dices blanco o dices negro. Y si optas por lo uno, ni se te ocurra recular en un momento de debilidad. Antes muerto que rectificando. Jamás reconoceré una bondad del rival. Antes, me cuelgo.

Que lo que hace mi equipo está muy bien hecho pero, si se le ocurre hacer lo mismo al contrario, lo lapido. Que me falta tiempo para criticar en otros algo idéntico a lo que alabé en los míos en el pasado. Si a este cóctel, encima, uno le añade el oportunismo demasiadas veces inherente al comentario deportivo y la tradicional genética cainita del españolito medio, aquí no acabamos cada fin de semana a guarrazos porque San Pedro no lo quiere y porque hay mucho individuo al que, menos mal, luego se le va la fuerza por la boca.

Qué diferente sería todo usando el gris. Un color feote, adusto, hasta peyorativo a veces. Pero muy necesario en este sentido figurado. Porque alude a la moderación. Al salir de la trinchera y pasearse por entre el fuego cruzado, esquivando las balas y oteando el panorama con la perspectiva de quien no está de rodillas en el barro disparando al enemigo. Huir de quienes han convertido el hablar de fútbol en la batalla de Gallípoli, solo mirando al frente, como burros con antojeras. Que un día de estos, con la venda puesta, nos lanzamos gas mostaza.

Que el señorío no es compatible con morir en el campo, que no se es del Barça si no se es catalán, que es imposible alabar a Messi si no criticas antes a Cristiano, que jugar como el Barça es aburrido y que Mourinho solo sale a defender. Medias verdades. Tramposas. Repugnantes. Tendenciosas. Que encima luego se multiplican como las ratas. Y que, una vez más, solo buscan que el individuo se posicione. A la izquierda o a la derecha. Y si no razona, mejor. Pretorianos. Algo mal estaremos haciendo si el enemigo no nos odia. Y vuelta al chocar, a la batalla del Medievo, al correr dando alaridos sin más afán que el de estamparme contra el de enfrente, a lo William Wallace.

Observa la moderación: lo proporcionado es lo mejor en todas las cosas. Lo dijo Hesíodo, un tipo que ponderó magistralmente mitología y religión, el Madrid y el Barça de la Grecia del VII de antes de Cristo. Pocos mejores que él para hacer un llamamiento a la cordura. Al perder y dar la mano. Al debate no prefabricado. Aunque solo sea porque resulta demasiado aburrido empezar a ver un partido de fútbol sabiendo ya de antemano lo que vas a decir cuando este acabe.

(Publicado originalmente en Jot Down Magazine)

Cholitos y Mafaldas

De urgencias, disimulos y rutinas saben un rato en el Calderón. De aquello que cantaba Sabina hablando de los amores de La Bombonera. Como a esa Paula a la que se le levantaba la falda, también para el Atlético estos han sido casi veinte años de príncipes azules que se marchaban antes de llegar. Mudándose de un ídolo a otro, estampando nombres nuevos en las camisetas, la afición saltaba de temporada en temporada sumida en ese traqueteo de viaje largo de tren en el que casi nunca ocurre nada. El hábito de dejarse llevar por la corriente.

El año pasado, un hombre se empeñó en terminar con esa atrofia, en cambiar los muebles de sitio y pintar las paredes de la casa. Diego Pablo Simeone agarró aquello que decía Napoleon Hill de que el punto de partida de todo logro es el deseo y lo cinceló sobre ese escudo que sus jugadores portan en el pecho y que ahora también blanden en sus manos. Se sabe depositario del poder social, el tradicionalmente más relevante del club: mucho y muy feo tiene que ocurrir para que la afición se vuelva en su contra. Y el amor es correspondido. Simeone absorbe del Calderón esa energía competitiva que necesita y el Calderón recibe de Simeone lo que tanto echaba de menos en otros entrenadores.

Su éxito tiene más de transpiración que de inspiración. Óscar Ortega, preparador físico con fama de ogro entre los vagos, es el Athos del D’Artagnan que es el ‘Cholo’. Y, a base de kilómetros corridos, ambos han convertido al Atlético en un Pollock: un equipo no especialmente estético, pero con trazo tenso y una fuerza que arrolla.

Veinte años de mitos mal curados. El último, Diego Ribas. Vino, ilusionó y se marchó. O lo marcharon. Los atléticos, que tienen mucho de Mafalda, gimieron por su Dieguito. Ahora, es otro Diego por el que braman. De González Catán a Tirso de Molina. Cambie Dieguitos por Cholitos. Y quédense contentas sus hinchadas.

(Publicado originalmente en Jot Down Magazine)

El torero de los pies grandes

Dicen los cánones que los toreros deben tener los pies pequeños. Cimientos ligeros para hombres enjutos, propensos a la filigrana, de mucha fibra y poca grasa. Con los futbolistas pasa algo parecido: las piernas largas suelen venir con la torpeza de guarnición. A primera vista, Frédéric Kanouté no podría ser torero, ni futbolista. En realidad, es y fue ambas cosas. Un mucho de lo primero y un poco de lo segundo. O viceversa.

Uno supone que, igual que a Steve Van Zandt sus padres le recomendaron que dejara la música y se dedicase a robar, como hacía todo el mundo en su barrio, a Kanouté alguien le debió decir que dejase de pisar la pelota y se pusiera a correr, como hacían todos en la banlieue. La suerte es que ambos salieron rebeldes.

Kanouté vino a desmentir el tópico que legislaba que el delantero africano debía ser un Doríforo andante, un atleta puesto ahí a descerrajar defensas y patear balones, más cómodo en el campo abierto que en las distancias cortas. Donde solo había panteras, el fútbol puso de pronto una jirafa. Un tipo alto, con maneras de misionero y cara de repartir extremaunciones. Y debajo de esas pintas de percusionista de Fela Kuti, un jugador con temple y facilidad para el fútbol de verónica clásica.

Si el buen torero baja la mano en el pase, Kanouté baja la bola y la pega a esos pies de botas blancas, enormes, con los que parece que vaya a pisar la pelota y esmorrarse. Y los mueve como un claquetista. Y agarra los balones que le llegan picudos y los devuelve bien deshuesados.

Se le recuerda mayestático, con un paso largo de zancada pesada que se frenaba aún más cuando enfilaba el córner para celebrar un tanto. Entonces, como jugando a la rayuela, marcaba la pisada hasta que alzaba las manos y la mirada al cielo, creando una imagen icónica de esas que alguien debería pintar en las fachadas de La Habana, como los trampantojos del Ché.

Se fue a hacer las Asias, como los cantaores de flamenco. Y allí sigue repartiendo arte, aunque él no sepa si luego el público le entiende, como le pasaba en los años setenta a Rafael Romero ‘El Gallina’. Majestuoso y hondo, Kanouté seguirá haciendo fútbol por revoleras. Toreando sobre el césped. Mientras tanto, su leyenda dormirá en Sevilla. Y aquellos que se acuerden de él irán contando por los callejones del barrio de Santa Cruz que una vez vieron a un torero que tenía los pies grandes.

(Publicado originalmente en Jot Down Magazine)

La genética versátil

La nueva genética del fútbol alemán es difícil de descifrar. Uno ya no sabe dónde termina su tradicional ADN de altos hornos, de jugadores recios como robles, de imponente fiabilidad, y dónde comienza su renovado genoma mestizo basado en la finura, el talento de suburbio y el desenfreno en ataque. Ambas castas, los de acero y los de platino, son jóvenes. Con un futuro espléndido. Lo suyo parece cuestión de años. O quizá semanas. Porque el kindergarten de Löw se presenta en Polonia y Ucrania como la alternativa más fiable a España, un equipo de cuyo estilo han bebido pero al que ahora, como alumnos rebeldes, pretenden perder el respeto.

El grupo B parece, además, caprichosamente diseñado para medir la competitividad real de los muchachos. Muchos ven a Holanda como otra alternativa factible al trono, mientras que del éxito de Portugal dependerá en buena medida el atajo de Cristiano Ronaldo hacia el Balón de Oro. A los alemanes les convendría huir de una clasificación pírrica, pero se antoja complicado salir vivo de semejantes emparejamientos sin que aflore algún rasguño.

En cuanto a individualidades, la ensalada de nombres de Bayern y Borussia conforma una columna vertebral robusta. El aliño de ese revuelto será Mesut Özil, imprescindible para avivar el ataque generando espacios y complicidades con los Müller, Podolski y Gómez. Si el diez del Real Madrid pone en solfa su fútbol, es claro candidato apoder dominar el torneo en lo individual y, por ende, llevar a Alemania a los aledaños de la final de Kiev.

Una futura campeona en la incubadora. Europa debería temer el crecimiento del fútbol germano como el Capitán Garfio se ponía nervioso cuando oía el ‘tic tac’ del cocodrilo.

(Publicado originalmente en la Guía Digital de la Eurocopa 2012)